Lo Que Apareció Luego De Lo Que El Viento Se Llevó
Los veranos en Lima se caracterizan por tener noches frescas gracias a la brisa deliciosa. Ese verano en particular la brisa no se estaba sintiendo como un regalito refrescante de la naturaleza sino como uno agresivo. Todos en la ciudad estábamos advertidos de los vientos huracanados que posiblemente nos visitarían pero en realidad nadie pensó que serían de tal magnitud.
Justo la noche que ocurrieron yo había caído rendida temprano pero como a las tres horas de esto unos golpes iracundos en mi ventana me despertaron.
Con el corazón en la boca me asomé y lo que vi no fue poco cosa. Los árboles del parque frente a mi casa estaban totalmente doblados, sus ramas y hojas se iban partiendo y volaban junto con flores, basura, palos.
Yo no llegaba a ver el mar pero se escuchaba furioso y podía imaginar que las olas habían invadido toda la Costa Verde y se peleaban con los cerros.
Al poco rato, por los aires comenzaron a aparecer más objetos arrancados. Vi volar los carteles puestos por la Municipalidad que nos advertían que seriamos multados si no levantábamos las heces de nuestras mascotas. Volaban también bicicletas, materiales de construcción, partes de carros y lo que terminó de aterrarme fue cuando vi atravesar el cielo a un perro enorme, un pastor alemán creo.
En ese momento corrí a la sala. El corazón me palpitaba a mil por hora. Intenté llamar a mis padres. No había línea telefónica. Aterrada me metí, cual gato, debajo de la cama. Espere y cuando ya no se escuchaba nada salí totalmente tronchada de mi guarida. Miré por la ventana. No había luz eléctrica, ni luna, así que nada se veía.
Desasosegada traté de dormir.
A la mañana siguiente salí temprano. La imagen que vi fue totalmente irreconocible. No era el parque frente a mi casa. Era cualquier otra cosa. No quedaba absolutamente nada. Todo había sido arrasado menos un árbol. Caminé por este nuevo espacio árido. Algunos vecinos caminaban también y comentaban estupefactos el acontecimiento.
Me acerqué donde estaba el único árbol. Estaba maltrecho pero evidentemente era un árbol de raíces fuertes, era un árbol sólido, robusto y flexible a la vez. Un sobreviviente. Tuve una reacción repentina y extraña. Lo abracé. Lo abracé con mucha fuerza como si fuera una persona, un ser muy querido.
Durante los días siguientes algunos destrozos pudieron ser reparados pero el parque seguía desierto, semi desierto en realidad pues el árbol, mi árbol, se iba recuperando.
Traté de llevar esta desgracia producida por los vientos de la mejor manera posible, ponerle la mejor de mis caras pero me sentía devastada. Me aliviaba caminar por el malecón y disfrutar de las puestas de sol mientras tomaba jugo de granadilla.
Visitaba a mi árbol todos los días y lo regaba. Yo sentía que él se había quedado allí por lealtad hacia mí y a pesar que este pensamiento podría resultarle a muchos totalmente absurdo yo estaba convencida de esto y por lo tanto no lo descuidaría ni un segundo.
Al octavo día, cuando bajé al parque, vi que había brotado algo extraño alrededor del árbol. Me acerqué y me dí cuenta que eran unos pequeñitos hongos. Me parecieron divertidos, siempre me habían caído bien los hongos, eran sabrosos, alucinógenos, divertidos.
Me fui contenta esa tarde. Al día siguiente regresé y noté que los hongos no solo habían crecido sino que habían mas, muchos mas. Algunos comenzaban a treparse por mi árbol.
Noté también que apestaban, que despedían un olor a resentimiento.
Esta vez dejé el parque algo contrariada y mientras que caminaba hacia mi casa vi a través de mis sandalias que esos hongos me estaban creciendo también a mí en los dedos de los pies.
Preocupadísima llame a mi padre. Casi inmediatamente él me consiguió el teléfono de un micólogo amigo de él.
Lo llamé y le conté las características de estos hongos que crecían tanto en el árbol como en los dedos de mis pies. Algo desconcertado, prometió visitarme al día siguiente, chequear a los hongos y estudiar el caso.
Temprano en la mañana llegamos al parque. Los hongos habían tomado las ramas de mi árbol y a mi me estaban llegando a la pantorrilla.
El árbol seguía firme pero sus hojas estaban algo amarillentas y yo me sentía débil y llorosa.
Luego de cuatro horas y varias pruebas, el micólogo habló con voz solemne.
Todo parecía indicar que estos eran hongos venenosos que encontraban en los seres que habían pasado por pequeñas o grandes vorágines y estaban vulnerables el ambiente perfecto para reproducirse.
Estos hongos se llamaban pensamientos insidiosocetes, lenguas maldicientecetes, chismocetes, prejuiciocetes, rabia injustificadacetes y celoscetes.
Me explicó también que sería una locura que traté de arrancarlos pues por uno arrancado salían tres. Yo le pregunté si podían ser mortales. Por suerte me contestó que no pero que si tenían la capacidad de debilitar al afectado tanto como para dejarlo sin energía y autoestima. La única cura, me explicó, era dejar que el tiempo pasé sin pelearse con los hongos pero a la vez ignorarlos y mientras tanto fortalecer la seguridad en uno mismo, concentrarse en sus pasiones y vivir plenamente lo que uno este viviendo. Su recomendación me sonó a consejo grupo de terapia de apoyo, esos que no me atraen en lo mas mínimo. Me dió rabia que luego de tanta investigación me diga eso pero me controlé y lo despedí diplomáticamente.
Han pasado varios días y debo admitir que sus palabras me quedaron resonando y en algo cambió mi actitud.
Los hongos de mi árbol se han reducido hasta menos de la mitad del tronco, sus hojas están verdes y creo que le está creciendo una flor. A mi no se me han ido aun pero por lo menos no han seguido trepando. Hace dos días que se han detenido donde acaba mi esternón. Huelen menos feo y yo me siento un poquitito mejor.
Creo que vamos a estar bien. Eso espero. Y espero también no volver a vivir vientos huracanados como los que acaban de ocurrir pero con los cambios meteorológicos que se están dando en el mundo lamentablemente hay que prepararse para todo.